Sólo una vez, en estos treinta días de conversación, Rodolfo no pudo contestar el teléfono. Ese día su hija sufrió un ataque de epilepsia. El resto del mes siempre estuvo buscando algo que hacer en la casa, tratando de hallar un lugar en la comunidad y manteniendo vivos sus grupos de WhatsApp. Sigue siendo el profesor de tango para ellos. Este es el último artículo de la serie que se publicó en el diario La Segunda.
“Comencé a sentirme acorralado por el bichito. Por suerte la familia de mi hermano salió adelante y ya pasaron lo peor. Falleció una vecina, estaba intubada, tenía mi edad, 70 años. Su mamá había muerto hace tres o cuatro semanas. El almacén de la esquina lo cerraron por covid. También murió un amigo de la infancia.
Mi hija, Marlene, ha tenido que ir a entregar mercadería casi a la medianoche. La municipalidad tiene miedo de que los vecinos discriminen a las familias contagiadas y prefiere atenderlas cuando ya hay toque de queda.
La muerte está presente
En La Florida tenemos dos cementerios: El Prado y Parque Cordillera. La carroza funébre pasa por la calle donde vivió la persona y los vecinos salen a despedirla. Ahora ponen globos blancos en las rejas cuando mueren adultos, no sólo niños. Antes iban los cantantes a los velorios, pero ya no. Escuchamos seguido las bocinas de las carrozas que van por Avenida Vicuña Mackenna. “Ahí va un muertito”, dice mi nieta.
El día en que murió mi amigo fue un domingo terrible para mí. Mi hija, Karen, tuvo un ataque de epilepsia a las 6 de la mañana. La atendieron su marido y mi señora. Yo me derrumbé. Otras veces le han puesto una inyección para que se relaje, pero esta vez no la llevaron al Cesfam. Era muy peligroso. Ella trabaja en un call center abierto. La gente se enoja, la reta, le echa garabatos. Esa es su vida. Ella es relajada y tranquila, bien aperrada. Ese mismo lunes estaba nuevamente trabajando.
“Quieren ser llamados”
¡Me llegó una caja de alimentos! Nunca pensé que iban a repartir a este sector de La Florida. No estoy en el segmento más vulnerable de la población, quizás no me corresponde. Igual me alegré. Fue bonito. Nos pidieron la dirección, el carnet y que firmáramos la recepción. Fueron casa por casa, sin discriminar.
Yo me comunico y veo videos por WhatsApp . Me cargaron el Zoom, pero no lo he usado.
Lo que sí hice fue llamar a los amigos del grupo, sigo siendo su profesor, y me encontré con una realidad tapada bajo la alfombra. La gente quiere que termine esta cuarentena, siente que ha sido muy larga y se angustia. Esto de que no tenga fecha de término la enferma de los nervios.
Detecté mucho temor a la muerte. No pensé que tanto. Conversé con unas 20 personas y cinco o seis estaban extremadamente preocupadas. Limpian a cada rato el patio con cloro, no se acercan a nadie, no permiten que los vean los hijos, duermen mal y se sienten solos.
Recibí mucha queja: “si no llamo, a mí no me llaman”; “los amigos no son amigos”; “le escribo y no me contesta”. Yo les decía que les dieran una nueva oportunidad, que volvieran a comunicarse, pero ellos no quieren llamar, quieren ser llamados.
Me sorprendió. Pensé que me iban a decir que tenían un familiar enfermo o pasándola mal económicamente, pero no. Lo que hay es mucha necesidad afectiva.
“Nos cuidan como hueso santo durante la pandemia”
Llamé a uno de los encargados del departamento del adulto mayor de la municipalidad. Le propuse que organizáramos una red de llamados para los viejitos, para que se sientan acompañados. Me dijo que era buena idea y me pidió una planificación escrita para ver la factibilidad. Yo quiero que mi idea se haga, así que le voy a hacer el informe que quiere. Por último, lo hago yo con mi grupo del taller. Voy a mandar el escrito a varias personas. A lo mejor no va a salir en televisión, pero es importante.
Nos aíslan y nos cuidan como hueso santo, pero no nos incluyen en las decisiones. Nuestros pueblos indígenas tenían los consejos de ancianos, tomaban en cuenta las opiniones de los mayores, eso ya no corre en los tiempos actuales.
“En Los Quillayes instalaron un semáforo”
Hay días que ando enojado. Me dan rabia las fiestas en Las Condes, los supermercados llenos y la gente que anda con coronavirus en la calle. También me sentí molesto con el alcalde Lavín, él se fue a una residencia, no lo tramitaron nada, pero la gente como uno tiene que esperar hasta días. Hoy ando más esperanzado con el anuncio del ministro Paris, se van a levantar algunas medidas en dos regiones. Todavía falta harto para que eso ocurra en Santiago, pero un anuncio así hace bien para el ánimo.
Salí ayer. ¡Qué sensación más extraña! Mi nietecita me dijo que iba a ir a la feria y le hice algunos encargos. Pasé a buscar las verduras a su casa que está a diez cuadras de la nuestra. Tomé el auto y fui manejando. Fue extraño estar en la calle. En el metro Los Quillayes, instalaron un semáforo. Eso es una novedad. Oí que seguían trabajando en la estación. La están dejando llena de rejas, parece una cárcel. Una carabinera me pidió el permiso y el carnet de identidad. Nunca me habían parado los carabineros.
No le pude negar un abrazo a mi nieta regalona. Pidió una foto con su tata. Volví a casa cuando ya estaba oscuro. Me sentí libre nuevamente. Yo necesito ir a la feria o a la plaza. Me gustaría ir a Con-Con a comerme unas empanadas. Moverme y no estar encerrado. Ya vamos para las nueve semanas. No sé cuándo podré volver a ser profesor de tango.